El egoísmo de mis garbanzos
Hace más de un año que la clave de mi computadora es abundancia. Creo que la cambié para recordármelo todos los días. Siempre pienso en todo lo que tengo y no me llevo bien con pensar en lo que falta. De alguna manera todo me lleva a pensar lo que tuve la suerte de tener.
Tal vez por eso a veces soporto un poco demás situaciones que otros no soportarían, o le pongo humor a situaciones en las que otros no se reirían.
Estar aislados en casa por casi un mes hace pensar mucho en hábitos y costumbres que llevo como normales en el día a día y que hoy parecen situaciones excepcionales.
Hoy volví a salir a la calle después de 10 días. Me encontré haciendo una cola de 60 metros en la vereda con dos metros de distancia del resto de las personas, mirando a cada uno que pasaba como un posible factor de contagio, tranquilizándome cada vez que recordaba por qué no le pedí barbijos a mis viejos, médicos, antes de encerrarme. Normal. Ya más cerca de la entrada del chino vi que todos adentro tenían barbijos. Normal, todos se habían acordado. Había carteles en la pared en chino y vaya a saber en qué otro idioma con dibujitos chinos explicando por qué usaban barbijos. Tardé en entender el por qué de la explicación. Asumí que sería para que los que entrábamos no entráramos en pánico de ver esas caras tapadas. Todo normal.
Hice las compras, de lo básico y no tan básico, que necesitábamos. Miré las góndolas vacías. Normal. Elegí llevar algunos de los pocos alimentos enlatados que quedaban y mientras menos quedaban menos llevé, para que le quedaran a los que todavía seguían esperando para entrar afuera. Salvo los garbanzos. Mi ilusión de verlos triturados con limón y ajo al lado de alguna verdura o carne pudo más y me llevé las dos últimas latas de garbanzos. Ahí, al lado de la góndola saqueada de los enlatados, no pensé en nadie más que en nosotros, en los días que vendrían y me los llevé. Elegí cada una de las cosas que metí en mis bolsas, por tamaño, peso, contemplando que estaba sola para llevar todo lo que necesitaba.
Y cuando me decidí a meter un vino más, porque se venían dos semanas más adentro y las noches ameritarían algún recreo, el cajero me dijo que no aceptaban tarjetas. Conté los pesos que me quedaban y fui sacando los más prescindibles, arrancando por el vino.
Las góndolas de vino estaban llenas. Las de enlatados vacías. El momento ameritaba menos brindis y más enlatados y yo preocupada por dejar un par de botellas de vino.
Conté nuevamente los pesos que me quedaban y pregunté cada precio de la verdulería para elegir los elementos menos perecederos del sector de verdes.
Nada de espinaca, nada de verdes, todo durable y más seco que húmedo. El panorama vegetal será horneado o salteado. Los frescos quedaron del lado de las situaciones excepcionales.
En casa miro fotos de viajes, de paseos por otros lados, de mar, de playa, de espacios que requieren transporte, terrestre o aéreo. Qué pasará con todos esos lugares. Cuando volveremos a salir de la ciudad, cuando volveremos a salir por la ciudad. ¿Volveré a hacer pones dulces con mi mamá este año? Adonde estará todo este loquero a fines del año? ¿Será 2020 el año del dadovueltismo mundial?
¿Hasta cuándo seguiré haciendo la cola con potenciales focos de contagio a dos metros de distancia?
Espero que hasta entonces me alcancen mis reservas de garbanzos para acompañar los días con limón y sabor, en abundancia.